miércoles, 22 de febrero de 2012



Hace unos años Arturo Pérez-Reverte escribió un artículo sobre las diferentes y variadas acepciones de la palabra "cojones". Pero para mí, se olvidó de la más importante: "mis santos cojones". Si la dices en alto y con un poco de energía te recuerda a Don Lorenzo de "Los hombres de Paco" o al típico señor mayor con bigote dando con el puño en la mesa mientras se fuma su puro. Pero si nos paramos a pensar un momento, más que ser una explosión de energía, de ira o de vigorosidad, esos "santos cojones" que tenemos todos son el motivo de nuestras cagadas más emblemáticas, incluso épicas. Porque, ¿quién no ha usado sus santos cojones para cagarla más de una vez?


Me explico. Clásica discusión con tu madre, en la que tú estás igual de convencido que ella de que cada uno estáis en posesión de la verdad más absoluta, a pesar de que vuestros puntos de vista se parecen lo que un huevo a una castaña. Y es entonces, cuando de repente, esa conexión interneuronal que llevaba apagada durante horas (y probablemente durante años) se enciende, y te das cuenta de que tu madre, tiene toda la razón, y por lo tanto, tú estás completamente equivocado. Va a dar igual. Por tus santos cojones vas a seguir en tus trece, y por tus santos cojones vas a hacer lo que llevas diciendo durante toda la discusión, a pesar de que sepas que vas a meter la pata hasta límites insospechados. Y por sus santos cojones, tu madre te dirá: "te lo dije". Sin piedad.

Y de cojones anda la cosa, porque después de usar a tus santos cojones vienen otros detrás. Es el "¿Qué cojones he hecho?". Ese momento en el que tu cerebro abandona el estado de standby en el que llevaba los últimos minutos para volver a un funcionamiento normal y racional en el que procesa la gran estupidez que acabas de hacer y te recuerda, no sólo que la has cagado, sino que además ha almacenado y procesado la información y te la recordará permanentemente, excepto cuando vuelvas a recurrir a tus santas partes, que entonces ese sector cerebral volverá a su estado de letargo para que puedas volver a liarla de otra forma, o en su defecto, de la misma que la anterior.

Y es así. Pasa inexorablemente, de la misma forma que inexorablemente te preguntas por qué no utilizas esos santos cojones para otras prácticas más útiles como acabar la carrera, encontrar trabajo, o cualquiera de las mil cosas para las que tendrías que haberlos usado, porque, personalmente, si usara en la Universidad los mismos cojones que le echo a las cosas con tal de no comerme el orgullo, habría terminado la carrera en cuatro años y con matrícula de honor. Y de otros temas, ni hablamos. 

Pero en el fondo, el problema de nuestras santas partes subyace en la carencia de ellas. Tenemos que recurrir a nuestros sagrados atributos masculinos para tapar la falta de los mismos, de unos simples cojones a secas. Porque a todos nos cuesta tener los cojones de decir "me he equivocado", "lo siento" o "no quiero que las cosas sean así". Y mientras nuestros santos cojones sigan imponiéndose a tener cojones sin más, seguiremos preguntándonos ¿qué cojones hemos hecho?



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